El miedo: de enemigo a aliado.

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Estas vacaciones de verano mi familia y yo hemos ido de vacaciones con unos amigos. En una de la excursiones tomamos un teleférico hasta prácticamente la cota 3000 m. de una montaña de las Dolomitas, en Italia. Había bastante nieve y aunque no íbamos especialmente preparados para ello, decidimos subir por una ladera completamente nevada. La pendiente era suavemente pronunciada. Mientras ascendía, iba girando la vista hacia el camino recorrido. Observar toda esa pendiente me producía miedo. Me imaginaba que, en caso que resbalase no podría pararme y el final de esa pendiente no alcanzaba mi vista. Así que eso podría ser fatal para mi. Así que decidí no mirar muchas más veces: mejor subir sin mirar atrás.

La ascensión la hice acompañado de mi amigo y sus dos hijos, hasta que llegamos a un punto en el que decidimos parar. Nos hicimos unas fotos. El paisaje era espectacular y la vista de la bajada era impresionante. Entonces los hijos de mi amigo dijeron que iban a bajar corriendo. A mi me pareció una locura. Con semejante pendiente, ¿bajar corriendo? ¿Y si se caen? Pero no dije nada. Su padre estaba allí y él le pareció bien. Entonces empezaron a descender.

¡Cómo bajaban! Iban corriendo y saltando, clavando los pies en la nieve y, de vez en cuando, en vez de saltar, se deslizaban por la superficie de la nieve. Era espectacular y parecía muy divertido. Luego bajó mi amigo de la misma forma. Yo me quedé arriba mirando. Desde abajo me animaban a hacer lo mismo.

Yo tenía miedo. Sin embargo, ¿donde estaba el peligro que había imaginado? Efectivamente hacía mucha pendiente pero, si ocurría una caída el riesgo de bajar rodando de forma descontrolada era prácticamente nulo. Y por otra parte, lo que vi, ¡¡parecía tan divertido !! Así que pensé: me tiro. Y empecé la bajada corriendo y saltando. Mientras bajaba me daba cuenta que era seguro ¡y divertido! así que también probé de deslizarme por la superficie de la nieve. No era tan hábil como ellos pero en algunos breves momentos notaba la sensación de deslizarme sobre la nieve. ¡Qué sensación tan completa! Hasta que llegué al lugar de partida y comentamos juntos lo divertida que había sido la bajada.

Te explico esta anécdota para que pensemos juntos sobre el miedo. Lo que me ocurrió fue que me enfrenté a una situación que yo evalué como peligrosa. Mi miedo me decía: cuidado, eso que quieres hacer te pone en riesgo. No lo hagas. Luego, vi cómo otras personas hacían eso que yo temía de una forma totalmente segura, y además, se lo pasaban bien. Además esa actividad requería unas condiciones físicas y unas habilidades que yo juzgué que tenía. Así que mi evaluación del riesgo fue exagerada.

Ahora quisiera detenerme en el momento justo antes de lanzarme. Por un lado me daba cuenta que eso no era tan arriesgado y que estaba a mi alcance hacerlo. Sin embargo mi corazón no parecía muy convencido con esos argumentos y seguía latiendo con fuerza. Y me lancé. ¿Qué me impulsó a hacerlo? A primera vista parece que fueron los argumentos racionales de que no había tanto peligro. ¿Tu crees que fue eso?

Pues no, o al menos, en mi caso creo que no fue eso lo que más pesó. Desde luego que evaluar que eso tenía un riesgo mínimo es una condición necesaria, pero ese pensamiento no fue suficiente para vencer el miedo. Dar el salto supone un cambio abrupto: estoy en un sitio y en el instante siguiente, ya estoy bajando. Para vencer esa barrera debe haber algo poderoso, y creo que tiene que ver con algo emocional, más que racional, porque la evaluación de los riegos ya estaba hecha: «sólo» había que saltar. Vivía una lucha entre una fuerza que me retenía, el miedo, y otra que me movía a lanzarme: el anhelo de diversión y libertad. Cuando esa sensación fue más poderosa que la del miedo, entonces pude saltar.

3 pasos para abordar un cambio

En una decisión, hemos visto que hay una fuerza que me impide cambiar: el miedo. Cuando aparece, pongo en marcha los mecanismos para eliminarlo. Sin embargo, lo que te propongo permitir que ese miedo esté para que pueda escuchar el mensaje valioso que se esconde tras esa sensación tan desagradable. Normalmente el miedo busca proteger y avisarme de los peligros y los riesgos. Si trato de anular ese miedo, quizás me funcione de forma temporal. Pero si la percepción de peligro existe, el miedo aparecerá con más intensidad. El «debe» cumplir su misión de protegerme, y si no le escucho el gritará más fuerte para que yo le escuche y pueda advertirme de los peligros.

Así que el primer paso consiste en destilar la esencia del miedo que no es otro que avisarme de los riesgos para mi seguridad. Pero mirar el miedo cara a cara, sin quererlo eliminar, requiere valentía,  en cambio ignorarlo o hacer ver que no existe demuestra temor al miedo. Así que si soy lo suficientemente valiente como para escuchar mi miedo podré ver de qué riesgos quiere prevenirme y así podré adoptar medidas para minimizarlos. Por cierto, es bueno recordar que el riesgo cero no existe, o para ser más preciso, sí es posible pero tiene un coste infinito.

El segundo paso consiste en revisar cual es aquella parte que me impulsa al salto que supone un cambio. Las sensaciones asociadas son agradables y por lo tanto, es el que juega el papel del bueno en nuestra película vital: a este personaje no lo queremos eliminar. Bien, tengámoslo en cuenta para saber qué necesidades universales hay detrás de ese impulso al cambio. Esta es la energía que me va a impulsar al cambio así que hay que cuidarla y alimentarla.

Una vez las dos partes en conflicto han podido ser reconocidas como legítimas porque ambas buscan mi bienestar podemos ir hacia el tercer paso consiste en que las dos partes que ahora están en oposición empiecen a trabajar de forma colaborativa. Así que podría hacerme la siguiente pregunta ¿Podría encontrar alguna estrategia en que se reduzcan los riesgos sin que eso suponga dejar de hacer eso que quiero hacer?

Diferentes estrategias que podrían funcionar para ti.

La pregunta del tercer paso es la clave para desbloquear el asunto. Sin embargo hay veces que el cambio que quiero hacer supone hacer un salto demasiado grande, tanto, que no lo puedo asumir. Aquí hay estrategias para todos los gustos. Hay gente que ante este dilema se plantean empezar haciendo un salto más pequeño que sí pueden asumir. Es decir, para subir una pared, hazte una escalera. Yo lo he utilizado muchas veces y me ha funcionado. El inconveniente es que el tiempo del cambio se podría dilatar e incluso podría darse el caso en que sea tan largo que nunca llegue a producirse.

En el otro extremo está la opción de liarse la manta a la cabeza y hacer el salto, por grande que sea y luego aceptar lo que venga con deportividad. Entre medio tienes toda la gama de grises. Tu decides.
¡Buen viaje!

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